Siempre le temí al amor. A sufrir, a encontrarme conmigo misma perdida, sin rumbo, sufriendo por un corazón roto. No quería vivir mi vida lamentándome por alguien que no me amó, ni mucho menos sufrir y luchar por olvidar a esa persona. Simplemente me negaba a abrir mi corazón y enamorarme. No podía y sabía que no debería hacerlo.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando de repente ves a alguien que enciende tus sentidos e ilumina tu alma? ¿qué pasa cuando te reflejas en una mirada y deseas no dejar de hacerlo? ¿qué pasa cuando tu propio cuerpo te acusa diciéndole a la otra persona que tus manos quieren acariciarle y tus brazos acobijarle? Llega así, sin aviso, sin permitirte decidir o no. Simplemente te enamoras.
Sabía que no debía enamorarme, pero aún así lo hice, y lo peor es que ni siquiera tuve derecho a decidirlo, pasó y ya. Cuando vi sus ojos sentí algo diferente, casi como si me hubiese atrapado con solo mirarme. Aunque me pareció conocido apenas lo vi, sabía que no lo conocía, al menos en persona. Sentí como mi corazón comenzó a latir más rápido cuando sus ojos se encontraron con los míos y no supe qué hacer. No supe qué hacer más que sonreír. Como una boba, si se puede decir. Me enamoré.
Luego de eso me dejé llevar y descubrí una nueva experiencia. Aprendí a vivir el amor sin restricciones y sin esa inseguridad de no saber si te dañarán o no. Decidí dejar que mi corazón actuara por esta vez, pues estaba segura de que valdría la pena luego de haber sufrido, y siempre lo confirmaba cada vez que lo miraba a los ojos.
Pensé que quizá había faltado a mi palabra de jamás enamorarme, pero, ¿sabes qué? creo que hacerlo fue la mejor decisión de mi vida, porque aprendí amar intensamente, sin haber sabido nada del amor antes.
Y me enamoro más cada día.